Me gustaría empezar este artículo con un ejemplo.
Pongámonos en situación. Son las 9 de la noche, y las mamás de Clara están muy cansadas. El comedor es un lío de pelotas, legos y peluches, y su hija está mirando la televisión. Le habían pedido varias veces que guardara los juguetes. Pero cuando van a buscarla, encuentran una escena habitual: Clara había hecho caso omiso del pedido, y los juguetes seguían desparramados por todo el comedor. Las mamás dan una orden clara: ordenar los juguetes o irse a la cama sin postre. Entonces, Clara rompe en llanto. El cansancio y la frustración se acumulan, ¿por qué su hija no aprende a hacer caso? La única respuesta posible es que Clara es una caprichosa.
De alguna u otra manera, es muy común que en las familias se den estas situaciones. Al preguntarnos qué queremos cambiar en nuestros hijos/as, las respuestas suelen apuntar a su forma de ser.
Pero, ¿por qué? La forma en que definimos a nuestros hijos/as suele tener que ver con nuestra experiencia repetida con ellos. Si se mueve mucho, es inquieto/a. Si nos dice cosas que se alejan de la verdad, es mentiroso/a. Y si nunca hace caso, es caprichoso/a.
En otras palabras, definimos a nuestros hijos en función de su conducta. Los etiquetamos por algo que repetidamente hacen, y esperamos que al decírselo ellos elijan cambiar. Muchas veces, incluso nos encontramos buscando diagnósticos médicos o psicopatológicos para entender lo que les pasa.
El problema con esto es que entramos en un círculo vicioso. La etiqueta explica la conducta, y por la conducta los etiquetamos. Perdemos de vista lo que realmente está ocurriendo, y nos quedamos sin saber qué hacer.
Así, no es lo que nuestros hijos son, sino lo que repetidamente hacen lo que nos proponemos cambiar o mejorar. Y lo que hacen es conducta.
La conducta es el conjunto de acciones o reacciones de una persona a un estímulo externo (del ambiente) o del interior (del propio cuerpo). Hablar, comer, gritar, pensar, emocionarse, son distintos tipos de conductas. No sólo tenemos en cuenta las observables, sino las que no son visibles desde el exterior (como por ejemplo, pensar o sentir). Todo el tiempo estamos comportándonos, y siempre lo hacemos en relación con el contexto.
Es por esto que una buena crianza efectiva requiere prestar atención a lo que pasa alrededor. La buena noticia es que una parte muy importante de ello somos nosotros, sus cuidadores. De manera que cambiando lo que hacemos, también lograremos cambiar lo que hacen nuestros hijos.
Esta perspectiva nos permite recuperar la sensación de control en la crianza, y resulta mucho más efectiva. La verdad es que no podemos controlar la conducta de nuestros hijos/as, pero sí la nuestra. Tomarnos este desafío con calma y determinación puede ser una influencia muy positiva para ellos, y mejorar nuestra calidad de vida.